«Los años 90 eran una mierda.»

«Los años 90 eran una mierda.»

La década de las bandas de chicos y chicas, el eurodance de Vengaboys y Aqua, el desembarco de Telecinco en España y ‘La Macarena’, los éxitos de taquilla y las secuelas de ‘Batman’, los éxitos navideños de Tim Allen y las comedias de animales de Eddie Murphy. Cultura pop irreflexiva, lúdica y procesada, productos de consumo rápido, aunque la memoria colectiva se aferra desesperadamente al «grunge». Ese es el sambenito que arrastra la última década del último milenio y refuta, al menos en lo que se refiere al cine americano, el libro `La década prodigiosa’. Cine americano. Años 90′ (2018, Cayman/Seminci), coordinado por el historiador y crítico Carlos F. Heredero, con la participación de algunos de los críticos de cine nacionales más influyentes y que acaba de presentarse en la sede de la Academia de Cine de Madrid.

Porque entre los jóvenes nacidos en los años 60 que empezaron a hacer cine en los 90 hay nombres como Paul Thomas Anderson (nominado ocho veces al Oscar, ganador en Cannes y Berlín), Wes Anderson (nominado a seis Oscar, ganador dos veces del Oso de Plata), Richard Linklater (nominado a cinco Premios de la Academia, ganador del Oso de Plata, nominado en Cannes), Sofía Coppola (ejemplo perfecto de cómo reemplazar a New Hollywood con una ola aún más nueva), Quentin Tarantino (midas del postmodernismo, ganador de todo lo que se puede ganar) y Todd Solondz (azote de la normalidad, marginado del éxito). La Década Prodigiosa’ analiza la filmografía de estos y otros dieciocho cineastas que han formado una generación -con temas, preocupaciones y geografía compartida- que convulsionó una era de apatía y adocenamiento de la principal industria cinematográfica y se ha convertido en un referente en las escuelas de cine de todo el mundo.

Peter Biskind – autor del ensayo ‘Quiet Bikers, Wild Bulls’ (1998) – predijo ‘la muerte del cine americano’ después del impulso autoral de los cineastas de New Hollywood (esa generación de revolucionarios de finales de los sesenta y principios de los setenta liderados por Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg, George Lucas y Dennis Hopper) sucumbió al imperio taquillero que dominó los ochenta.

En ese momento, los grandes estudios habían descubierto que una película podía facturar más allá de la taquilla (gracias a la venta de merchandising y video casero) y que una idea podría rentabilizarse a través de secuelas, series y otros productos derivados (de esas aguas salen estos lodos). Y por este afán de escuchar el tintineo del metal en la caja registradora, el crítico y escritor José Luis Guarner calificó los años 80 como «la década del dólar».

Los mercados internacionales impusieron su peso demográfico y los «grandes» lucharon por encontrar «películas más fáciles de vender a los que aún no las han visto, las más predecibles, igualmente accesibles para el comprador coreano o alemán», en palabras del productor Alessandro Camon. Con la excepción de Jarmusch y el Coen, en opinión de Carlos Losilla, en los años 80 nacieron pocas trayectorias autorales sólidas y continuas -sin acantilados como el de Tim Burton-.